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Date :  2001-09-21
langue :  Espagnol
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Globalización y política

Source :  Reyes Mate


Ulrich Beck es un nombre obligado en el tema de la globalización, con títulos tan conocidos como Política de la Globalización, aparecido en 1998, ¿Qué es la globalización? , en 1997, Modernidad reflexiva, en 1994, La sociedad del riesgo, en 1986. Lo que a continuación pretendo es una exposición de sus reflexiones políticas y morales sobre la globalización económica, seguidas de unas breves consideraciones críticas.


1. La globalización tiene muchos padrinos que la han estudiado desde diferentes puntos de vista. Ulrich Beck es uno de sus más decididos intérpretes. A la interpretación que él ha dado la ha impuesto el nombre de Segunda Modernidad. Kant decía en el célebre artículo “¿Qué es la Ilustración?” que había que distinguir entre tiempos ilustrados y tiempos de Ilustración. El suyo, por ejemplo, era “el siglo de Federico”, es decir, un tiempo que había apostado por ponerse en marcha hacia la Ilustración. Tiempos pues modestamente “de ilustración” y no todavía (plenamente) ilustrado. Beck repite a su manera esa contención ilustrada de Kant pero insuflándole un entusiasmo desconocido por el filósofo alemán. Los años noventa representarían un paso intermedio entre los tiempos ilustrados y tiempos de ilustración. Es la hora de la Segunda Modernidad.

La Primera Modernidad fue efectivamente “el siglo de Federico”. Fue, sí, un inicio que, al final, frustró las grandes espectativas por él suscitadas. Para explicar lo que tuvo de éxito y de fracaso la primera ilustración, Beck se sirve del descubrimiento de América, a modo de metáfora. En aquel momento, los españoles, armados con la modernidad que conocían, aterrizan en tierras extrañas. Imponen en un mundo nuevo ideales propios del viejo orden, ignorando que la realidad del mundo había dejado de ser eurocéntrica y demandaba un planteamiento mucho más globalizado. La Segunda Modernidad tiene esa lección bien aprendida.

Pero no es el siglo XV el referente de la globalización sino nuestro tiempo o, si se prefiere, los años ochenta, marcados por el pensamiento posmoderno y por la interpretación funcionalista de la sociedad, gracias a la teoría de sistemas, elaborada por N. Luhman. Si las posmodernidad anunció el fin de los grandes relatos, he aquí la globalización que se nos presenta precisamente como un gran relato. La Segunda Ilustración señala críticamente a ese fenómeno que ella pretende superar y despedir. Fin de la posmodernidad, pues, o, lo que es lo mismo, recuperación del viejo interés ilustrado por la universalidad que era el elemento más indigesto al estómago posmoderno. Volviendo a la metáfora de América, Beck dice que así como Colón no se enteró de que había descubierto un nuevo mundo (ahorrándose así el esfuerzo de interpretarle y organizarle con cánones nuevos), los posmodernos pasan olímpicamente de esa cuestión (para ellos América es un lugar en sí, al que nada da ni quita si es viejo o nuevo). La Segunda Modernidad, en cambio, toma nota de la novedad. Por eso dice en voz alta: “permítasenos anunciar y organizar el nuevo mundo de la sociedad globalizada”. La globalización es el nuevo mundo de verdad y si es nuevo hay que organizarle nuevamente.

La Segunda Modernidad conlleva un original cambio de sistema. El sujeto del cambio no es el proletariado o el comunismo o los intelectuales críticos sino “una coalición involuntaria, oculta y mundial de oposiciones”, compuesta de consorcios internacionales, movimientos sociales transnacionales o expertos multinacionales en organizaciones mundiales.

De alguna manera puede decirse, aventura Beck, que es la consumación del marxismo sin Marx. Y remite al tercer tomo de El Capital. Sólo el viejo socialista que confunde la hermeneútica con la escolástica o el defensor del clásico Estado nacional pueden defender lo que pone en solfa la globalización. Ahora bien, quien se tome en serio la globalización tiene que pagar el precio de enfrentarse seriamente a la siguiente alternativa: o bien apuntarse a la santa alianza entre nación, economía nacional, democracia y justicia social, haciéndose cómplice de la traición neoliberal al ideal europeo de política (que es universal), o bien plantearse la pregunta de qué significa la política y la democracia al margen y más allá del Estado nacional. Se trata de rescatar el concepto de lo político en un momento en el que el pensamiento posmoderno y la teoría de sistemas lo han enterrado. No estaríamos ante una moda entretenida en asuntos secundarios sino ante la substancia misma de la modernidad occidental.


2. Pocos filósofos han podido intuir o anticipar esta nueva situación. Nietzsche vislumbró que la muerte de Dios afectaba a la política hasta ahora conocida y practicada. Por eso, para llenar ese vacío, reclamaba “La Gran Política”. Beck se apropia de esa intuición nietzscheniana y le hace hablar “pro domo sua”, fijándose en sus reflexiones sobre “ los tiempos de la igualación”. Nietzsche habló de un tiempo en el que distintas visiones del mundo, costumbres, culturas convivirían revueltas en el mismo lugar. Por primera vez va a ser posible algo impensable en tiempos en los que las formas de vida estaban ligadas al tiempo y al espacio. En Humano, demasiado humano, así habló Nietzsche: “¿Para quien existe ya la rigurosa presión de atarse a un lugar, a sus descendientes? ¿para quien existe ya sencillamente la obligación de depender de nada? Así como las distintas modalidades estéticas se conforman imbricándose unas en otras, así también todaos los niveles y modalidades de la moralidad, de las costumbres, de las culturas...Una época semejante recibe su importancia del hecho de que, en ella, las distintas visiones del mundo, de las costumbres y de las culturas pueden ser comparadas e interrelacionadas. Estamos hablando de algo que antes, cuando el dominio sobre las culturas estaba localizado o restringido territorialmente, no era posible, de acuerdo precisamente con la obediencia de todas las modalidades estéticas al tiempo y al espacio”.


3. Se ve que la globalización no es un asunto meramente económico, aunque haya sido la economía quien le ha desencadenado. M. Albrow, a quien Bek se refiere con frecuencia, define así la situación: “ Una vez acabada la modernidad lo que surge ante nuestros ojos son campos del arte, de la moral, del Estado y hasta de la ciencia que demandan una nueva organización. Nada garantiza a cada uno de esos terrenos la supervivencia... La mayor parte de las experiencias que han hecho los hombres en el pasado y en el presente valen como elementos secundarios de la situación de la humanidad, pero no son capaces de aportar soluciones firmes a los problemas actuales”. Hay que inventarse no sólo el futuro sino, lo que es mucho más difícil, el presente, que no puede esperar. Y todo sin poder acudir a normas ya escritas.

3.1. Hay que hacer las cuentas, en primer lugar, con el Estado nacional que, como bien se sabe, ha sido el fruto más logrado, la joya de la corona del pensamiento político occidental. Sobre él ha girado no sólo la praxis política sino también la teoría de las ciencias sociales.

Pues bien, Beck se pregunta si no domina en las ciencias sociales un cripto-hegelianismo en virtud del cual se supedita la sociedad a las exigencias del Estado. Esa presencia asfixiante del Estado hegeliano en la reflexión política explicaría la persistencia de una concepción de la sociedad que Beck trata irónicamente de “Container-Theorie der Gesellschaft”. Esta teoría “container” de la sociedad se basaría en estos tres pilares: a) fundamentalidad de la unidad territorial. El territorio define el marco de competencias (soberanía, seguridad) del Estado; b) la interpretación de las fronteras como principios de inclusión y exclusión. Se entiende que ad intra tiene que darse una homogeneidad cultural. Los conflictos internos deben resolverse sin recurso a la violencia. Ad extra la cosa cambia. El que está fuera de la frontera es un potencial enemigo. El conflicto externo despierta la obligación patriótica de recurrir a la violencia para defender las propias posiciones. La disposición al sacrificio legitima poder matar. Es la vieja historia (hobbesiana, hegeliana, schmittiana) de la definición de la política “como la oposición amigo-enemigo”; c) finalmente, hegemonía del Estado sobre la sociedad. La identidad colectiva y la integración social están condicionadas por la soberanía territorial del Estado.

Pero no sólo late un cripto-hegelianismo ideológico, sino también un fuerte peso histórico en la forma de entender y practicar la política en occidente. Si nos preguntamos cómo ha sido esa marcha triunfal del Estado nacional, hay que hablar de La Paz de Westfalia que sustituyó el orden medieval por una serie de principios que han conformado la política internacional. Beck los resúme en tres: a) el principio territorial. Los Estados tienen fronteras que delimitan y fundamentan su soberanía. Dentro de ese territorio pueden hacer leyes y obligarlas a cumplir. Eso lleva consigo que la humanidad (y lo que de ello deriva, por ejemplo, el discurso sobre Derechos Humanos) queda supeditada a unidades políticas en las que se divide la Humanidad abstracta, que son las que deciden dentro de su territorio lo que cabe en ellas de humanidad; b) el principio de soberanía en virtud del cual el Estado impone la ley dentro de ese territorio. La soberanía, que significa monopolio de la violencia y poder imponer impuestos, se legitima en la voluntad popular. Si el Estado tiene la exclusividad de la soberanía, no puede haber dos autoridades soberanas sobre el mismo territorio; c) el principio de legalidad. Los Estados pueden concertar acuerdos entre ellos pero éstos convenios internacionales valen sólo en tanto en cuanto lo suscriben los estados nacionales. No pueden ser impuestos por una instancia transnacional. De un orden mundial sólo puede hablarse en tanto en cuanto éste emana de la voluntad de los estados territoriales.

La implicación de relaciones explica que un Estado necesita para poder funcionar ad intra del reconocimiento internacional. Podemos hablar de una globalización de la ciudadanía en un sentido débil, es decir, como reconocimiento de que, para poder ejercerla (viajar, tener negocios), se necesita del reconocimiento de los demás Estados. Pero lo que es cierto es que el ciudadano lo es de un Estado ( “Bürger sind Staatsbürger”) y que todo lo que hay de democracia cabe en el “container” de cada Estado ( “ Demokrtie entsteht und findet (bislang) nur in Container des Staates statt”.

3.2. Pues bien, ésto se acaba. Uno puede loar o maldecir la globalización; lo que no puede es ignorar lo que está en juego: el Estado nacional. Un modelo de lo social, determinado por la forma territorial del Estado, que ha conformado la imaginación política, social y científica durante dos siglos, está desapareciendo ante nuestros ojos.

Ha sido la lógica del capital la que ha puesto todo patas arriba. Pero es evidente que no sólo está en juego la economía. Al capitalismo globalizado corresponde un proceso de globalización cultural y política que hace saltar por los aires los principios organizativos de la socialización territorial y del saber científico tal y como los hemos conocido. Hay pues que hablar de las implicaciones políticas y culturales que están en juego.


3.2.1. Implicaciones políticas.

Para captar la envergadura del problema conviene distinguir entre “internacionalización” (creciente expansión de los grandes bloques o empresas occidentales o japonesas en el mundo; el modelo es centro-periferia) y “globalización”: prácticas económicas, que funcionan en todo el mundo y que están en disposición de inquietar a los Estados o enfrentar a unos contra otros. Esa fuerza transnacional que debilita a los Estados y sindicatos debe su fuerza al hecho de no estar vinculada territorialmente.

"Globalización equivale”, dice Beck, “a desnacionalización”. Es una manera de formular el debilitamiento de los Estados que conlleva esta nueva lógica económica. Gracias, en efecto, a esa mundialización de los problemas podemos, quizá por primera vez, resolver las grandes aspiraciones de los Estados nacionales: Por un lado, acabar con las guerras entre naciones y con los atentados a las libertades cometidos por Estados totalitarios y, por otro, hacer verdad los postulados de los Derechos Humanos, cercenados hasta ahora por las barreras nacionales. La situación de “anarquía de Estados”, generadora de tantos conflictos, pierde capacidad operativa no porque la globalización sea pacifista sino porque la economía mundial, que los envuelve, exige cooperación y relación.

Las premisas nacionalistas del mercado mundial (soberanía nacional, competitividad ideológica de las representaciones sociales, sujetos colectivos nacionales e identidad ) pierden peso y credibilidad. Pero ¿significa eso el eclipse de la política? Si nos fijamos bien, lo que de positivo promete la globalización, afecta a la realización de ideales morales del Estado (paz, derechos humanos). Pero ¿cómo queda la política "tout court"?

Ulrich Beck se ve obligado a polemizar con dos teorías que navegan en direccción opuesta a sus espectativas. Por un lado, N. Luhman, con su “teoría de sistemas”.Ya hace veinticinco años que Luhman habló de una “sociedad mundial”, anunciando el final de una sociedad delimitada territorialmente. Su predicción se basaba, primeramente, en el convencimiento de que si las comunicaciones constituyen la unidad fundamental del sistema social, ésas no se paran a las puertas de las fronteras. La segunda razón apelaba a la teoría de la diferenciación funcional de la sociedad; si la sociedad se compone de una pluralidad de funciones, es difícil pensar que éstas se definan por los límites territoriales. La distinción entre ciencia y no ciencia, derecho y no derecho, economía y no economía , no se para en las fronteras.

Esto tiene una consecuencia política. Según Luhman la diferenciación funcional de la sociedad se manifiesta claramente en los campos de la economía, de la ciencia, del derecho pero no en el de la política. El monopolio político sigue siendo del Estado territorial, ese que va perdiendo fuerza a lo largo del proceso de globalización. Ese proceso tendrá todos los contenidos imaginables, pero ninguno político. “Sociedad mundial”, resume Beck, “ significa pues sociedad mundial inpolítica, es decir, sin políticia mundial, sin parlamenteo mundial, sin gobierno mundial”. Habría entonces que decir que lo que trae consigo la globalización es un tiempo pospolítico.

A U. Beck esto le parece excesivo y le hace tres objeciones:
a) Luhman sigue muy eurocéntrico al restringir la política al estado nacional y despolitizar sin remisión la sociedad mundial

b) la tesis de la sociedad mundial pospolítica desconoce que, más allá de los Estados nacionales, hay cantidad de actores políticos que se organizan y tienen acceso al poder. Se refiere a consorcios, organizaciones supranacionales, iglesias, ONGs, la Unión Europea, etc. Todos son considerados por Luhman como “inpolíticos”, aunque en realidad actúan en un sentido eminentemente “político” puesto que conforman las relaciones de poder, las normas legales, los estilos e vida, los modos de trabajo o los imaginarios colectivos.

Es verdad que esta sociedad mundial no es política en el sentido de que carece de un Estado mundial o de un gobierno mundial. No hay un ministerio, por ejemplo, para la economía global. Pero todas esas instituciones mundiales-sociales son capaces de desarrollar una gran actividad política.

El segundo escollo es Carl Schmitt para quien “el concepto fundamental de política es el pueblo, no la humanidad”. No podemos refugiarnos en una “democracia cosmopolita” pues la imaginación política no pasa del pueblo. Para Beck la formulación schmittiana es exagerada pero tiene el mérito de remitirnos a lo fundamental: que sin un fuerte anclaje de la conciencia política cosmopolita sin el desarrollo de instituciones propias de una sociedad civil global, la democracia cosmopolita, por muy bien que suene, no pasará de ser una mera idea.

Para Beck está claro que si la política es poder, la globalización es política. No procede restringir la política al Estado nacional, a la economía nacional y a la democracia parlamentaria. Tengamos en cuenta que la mitad de las normas de un Estado miembro de la UE consisten en aplicar decisiones tomadas fuera de esas instituciones clásicas de la política nacional.

Pero ¿es democrática esa nueva política? Consciente de las críticas a las que se expone, Beck somete a sus críticos el siguiente dilema: podemos tomar al Estado nacional como la instancia capaz de legitimar las decisiones políticas que ahí se tomen. Lo que pasa es que, en un mundo globalizado, las decisiones que se imponen no son tomadas por el Estado nacional. En un caso se legitima (o se puede legitimar) lo que no ha sido decidido y en otro, se hace lo que no ha sido decidido legítimamente. De ahí el dilema democrático: mientras que, en el espacio del estado clásico nacional, hay que legitimar políticamente lo que no ha sido decidido, ocurre que en el espacio transnacional de la no-política se toman muchas decisiones de importancia mundial, sin legitimación democrática alguna.

No es mucho lo que Beck ofrece para cargar de legitimación democrática las decisiones tomadas en el “medio” globalización. Su discurso se hace fuerte en señalar las nuevas condiciones en que hay que hacer política pero no aclara mucho cómo legitimarlas democráticamente. Vuelve, por ejemplo, a la comparación entre Primera y Segunda Modernidad para sensibilizarnos a los tiempos que corren. Si en la Primera Modernidad los ciudadanos lo son de un Estado (“topo-monógamo”), en la Segunda se debe a muchos lugares, culturas, relaciones, es decir, es un “topo-polígamo”. Ante una situación semejante no valen las fórmulas clásicas de legitimación. Beck da un detalle de lo que a partir de ahora puede ser. Nos dice que así como la Primera Modernidad tendía hacia una democracia de productores, la Segunda bien puede caracterizarse como otra de consumidores. El binomio democracia-consumo se expresa en la unidad entre el acto de comprar y el de decidir. Es decir, el consumidor puede mediante el acto de comprar, decidir no sólo sobre los productos, sino sobre los modos de vida, las condiciones de trabajo de los productores, el compromiso democrático de los consorcios que sirven los productos etc. Es decir, el acto de comprar tendría una fuerte carga política porque podría decidir sobre el ser no ser de muchas instancias de poder.

El ejemplo está bien traído, aunque el propio autor no se hace muchas ilusiones. Si se disuelven las instituciones democráticas conocidas (del Estado territorial) y quedan sustituídas por estas decisiones de los consumidores, la democracia, viene a decirnos Beck, sería un peligrosa adaptación de la política al statu quo de la sociedad. No habría proyectos de sociedad sino respuestas al mercado.

La desfronterización de la democracia dificulta los procesos de formación democrática de la voluntad política, al tiempo que facilita los de burocratización. “Renunciar a la democracia para salvar el poder” no parece una respuesta al dilema.


3.2.2. Implicaciones culturales

Se tiende a confundir, por parte de los críticos, globalización con mcDonalización, esto es, con una convergencia de contenidos culturales en el mercado mundial de los medios de comunicación. Pero esa apreciación, dice Beck, no se ajusta a la realidad pues va contra un principio, confirmado empíricamente, que relaciona globalización con localización: el contenido de la globalización son las pequeñas historias locales.

Lo que sí cuestionan los nuevos tiempos es el concepto clásico de cultura, concepto que también padece el completo de “container”. Toda cultura, en efecto, al igual que el Estado nacional remite a un origen común, a la tradición, al mismo territorio. Ahora bien, reducir la cultura a esa matriz denota concepción esencialista de cultura.

La globalización supone otra matriz, de signo diferente. No ya la tierra y la sangre sino el horizonte del vasto mundo. Cuando hablamos de “globalidad cultural” nos referimos propiamente a un acontecimiento que, gracias al poder de los mass media, se hace presente en el mundo entero. Piénsese en Chernovil o en la emoción que suscitó “el drama Diana”. Esa globalidad cultural es una riqueza pues permite universalizar emociones e imaginar nuevos y diversos mundos de la vida. Para expresar la naturaleza de la “cultura global”, el autor recurre a la metáfora de la “espacio”, caracterizado por la fluidez de los tránsitos, la falta de delimitaciones; el hecho de que su “obejtividad” y “materialidad” dependa de la perspectiva del observador, de ahí la variedad de visiones e interpretaciones sobre el mismo acontecimiento.

En lugar, pues, de una cultura ceñida al sitio, aparece un continente cultural dominada por la idea de una presencialidad de la diferencias mundiales y de los problemas mundiales. Lo extraño y lejano se hace próximo y acaba conformando un único mundo, cargado de todo tipo de diferencias culturales étnicas, políticas y culturales.

¿Supone este planteamiento una uniformización de las diferencias? El contenido del vasto mundo son realidades particulares. Esta omnipresencia de la diversidad mundial en nuestro tiempo y espacio no significa, por tanto, anulación de las diferencias sino una redifinición de las mismas a partir de la globalidad. Pero ¿qué significa éso de definir de nuevo las diferencias mirando a la globalidad? Significa amoldar las diferencias a un estereotipo que permita ser comunicada y comprendida por los demas. Richard Wilk habla de un “universalismo de la diferencia” en la sociedad mundial. Lo que se quiere decir es que la globalización tiene dos movimientos: hacia la semejanza y hacia la diferenciación, es decir, no devenimos iguales pero sí que expresamos nuestras diferencias de una manera semejante, debido, sin duda, a la preocupación por hacer inteligibles a los demás nuestras diferencias. Esos dos movimientos -hacia la globalización y hacia la localización- no garantizan ninguna coordinación, lo que cuestiona altamente el sentido mismo del “universalismo de la diferencia”, como luego veremos.

3.2.3. Consideración aparte merece el tema de la ética. Se suele decir que la globalización conlleva la exigencia de una nueva ética de la democracia mundial y de los derechos humanos, de ahí que también se hable de “responsabilidad global”. ¿Qué decir?

Beck se detiene en el libro de Enzensberger Aussichten auf den Bürgerkrieg en el que pone a caldo la conciencia de occidente con sus derechos humanos. Nunca se habló tanto de ello y nunca se violaron tanto con en estos últimos tiempos. A la vista de lo que está ocurriendo (y el libro da un buen repaso a la violación de esos derechos en el mundo entero), se puede decir que “las orgullosas formulaciones de las Naciones Unidas suenan a cínicas”. Es la doble moral del oeste: se harta en hablar de derechos humanos pero levanta muros de contención para que no le salpiquen las miserias del resto del mundo. Lo propio de Occidente es el universalismo retórico, un reflejo de su pasado teológico que no sabe distinguir entre próximo y lejano, entre responsabilidad a la que hacer frente y responsabilidad universal.

Frente a esa retórica vacía Enzensberger propugna, dice Beck, una nueva teoría “container” de la moral, con lo que caería, a su vez, en la trampa de la moral territorial, totalmente cuestionable, pues no hace honor a las exigencias universales de la moral. Su “humanismo territorial ” suena a huero.

Sabemos que Sartre arremetía contra el humanismo abstracto porque lo consideraba una forma de racismo, “Nada hay más consecuente que un humanismo racista”, decía el filósofo frances, “ ya que el europeo sólo ha sabido afirmarse como hombre fabricando esclavos y monstruos”.Pero la respuesta no puede ser un humanismo territorial. La globalización ha creado de hecho una especie de “contemporaneidad espacial de lo acontemporáneo” en virtud de la cual lo lejano se hace próximo, lo próximo se proyecta en la lejanía. Las diferencias y las lejanías se hacen contemporáneas. La realidad desborda el “container”, aunque sea moral. Enzesberger. replicaría que esa proximidad no garantiza comprensión. Nada sabe ni le interesa a un kurdo de los problemas vascos. Y viceversa.

Pero Beck no cede pues no se fija sólo en la configuración del mundo sino en la del propio sujeto.La biografía del hombre contemporáneo es “topo-polígama” pues está casado con muchos lugares que superponen mundos diferentes . Cada cual alberga dentro de sí las contradicciones de distintos continentes, distintas religiones, culturas etc. Lo que nos caracteriza no es la vida sedentaria o la figura del flaneur (que pasea soberanamente, fijándose en lo que le llama la atención) sino la del nómada y la del “respondedor de llamadas”.

En esto hay diferencias entre la Primera y la Segunda Modernidad. Para la Primera valía lo de que “la distancia y la ausencia debilitan”. Para la Segunda, por el contrario, los lazos sociales son el resultado de un experimento individual. La individualización cabalga a lomos de la universalidad que en sí es lejana pero que se nos hace presente; lo distante y lejano enriquecen pues posibilitan diversidad y creatividad.

Esto tiene como consecuencia el reforzamiento de lo colectivo. La vida individual no es el resultado de una proyecto programado sino el resultado de un destino colectivo.


4. Algunas reflexiones críticas.

4.1. Por lo que respecta al movimiento cosmopolita de la democracia, hay que reconocer que, como dice Habermas citando a Dahrendorf, es la cuadratura del círculo, pues la globalización tiene que casar tres principios, que se resisten a componendas: “mantener la competitividad económica en el mercado mundial; no sacrificar el nivel de bienestar y solidaridad social alcanzados y hacerlo todo respetando las condiciones y las instituciones de una sociedad libre” (J. Habermas “Jenseits des Nationalstaats? Bemerkungen zu Folgeproblemen der wirtschftlichen Globalisierung”, en U. Beck (1998), 69). Lo que ya se puede decir es que el equilibrio entre esos tres factores no se guardan sino que siempre se rompen por el lado más frágil: sometimiento de lo político a lo económico.

Para Habermas la respuesta política a la globalización económica sería una “sociedad de Estados comprometidos cosmopolíticamente” , es decir, una organización mundial de los Estados que diera una respuesta a los problemas sociales con visión cosmopolita. El resultado de esa respuesta política sería el paso del “Staatsbürger” (ciudadano de un Estado) al “Weltbürger” (ciudadano del mundo). Eso supondría una progresiva homologación de los derechos sociales, por ejemplo, de todos los ciudadanos del mundo. Pero Habermas no se hace ilusiones. “Lo que falta es la formación de una solidaridad cosmopolita que, naturalmente, sería más débil que la que se de al interior de los Estados, formada a lo largo de dos siglos de solidaridad nacional”. No hay solidaridad cosmopolita, ni ganas, por parte de los Estados, de formarla. Así que no hay más remedio, piensa Habermas, que remitir la respuesta política a los problemas de la globalización económica al entusiasmo de los movimientos sociales, a ver si acaban convenciendo a los gobiernos de turno. Poco bagaje para tamaña guerra.

Tampoco Beck va mucho más allá aunque éste ponga en el haber de ese nuevo sujeto político el “tener el viento del capital moderno tras de sí. El miembro de esta sociedad (“le bourgeois”) sabe que tiee que defender sus propios intereses en el vasto mundo de la competitividad, mientras que el miembro del Estado nacional (“le citoyen”) sigue preso de derechos y obligaciones restringidas localmente. Ese viento de la historia es el que lanza el grito de “ciudadanos cosmopolitas del mundo, uníos” .

4.2.Con ser vagas las indicaciones políticas alternativas, lo que teóricamente resulta más discutible es la manera de hacer valer globalmente las diferencias moralmente más relevantes. Beck recurre a la dialéctica entre globalización y localización para explicar como este proceso no supone ni la negación de las diferencias, ni la condenación de las mismas a la eterna reproducción (cuando esas diferencias son injusticias) sino que tienen acceso a las universalidad sea para hacerse valer, sea para darse a conocer.

El autor es consciente de que esa dialéctica puede no llevar a ninguna parte (buena). Por eso cita a Zygmund Bauman, para señalar que esos dos fenómenos (globalización y localización), cara y reverso de la misma moneda, revelan el lado más perverso de la globalización pues cada uno de esos dos momentos tiene un sujeto social diferente: los ricos, del lado de la globalización y los pobres, del de la localización. Bien se puede decir que “la globalización es ante todo una nueva repartición de privilegios y privaciones, de fortunas e infortunios, de riqueza y pobreza, de posibilidades y desesperanzas, de poder y de impotencia, de libertad y de opresión. Hasta se puede decir que la globalización radicaliza desigualdades sociales en proporciones mundiales. Antes los ricos necesitaban de los pobres para explotarles y hacerse ricos. Ahora ya no los necesitan...Ya no se sabe por qué los nuevos y globalizados ricos tendrían que dirigir la palabra a los nuevos y localizados pobres”. Más que un pronóstico es un diagnóstico.

No se puede minusvaloras esta deriva política de la globalización pues de confirmarse colocaría a la globalización como un episodio más de la torticera teoría ilustrada de la historia que viste de europeo al “Espíritu del mundo”, con lo que la pretendida y falsa universalidad del proyecto no sería sino ideología de una nueva forma de dominio. Recientemente, en un coloquio celebrado en Paris sobre el particular y organizado por pensadores africanos, uno de ellos dijo, ante la lluvia de críticas contra la globalización, provenientes de conferenciantes progresistas europeos: “qué quieren que les diga. Me alegro con ésto de la globalización pues nosotros llevamos siglos padeciendo sus efectos. Al menos Vds., ahora, sabrán el peligro que corren, que corremos”.

Pero con ser grave esta denuncia, lo realmente importante es el apunte teórico que se desliza en Ulrich Beck cuando da a entender que para que las diferencias sean comprendidas mundialmente tienen que ajustarse a un canon, tienen que amoldarse. ¿A qué? A la mentalidad, a la racionalidad de aquellos que ya están en lo global. Esa exigencia es de capital importancia pues supone que la racionalidad es única y que ésta es occidental.

Es sintomática, a este repecto, la andanada que lanza Habermas a Heidegger en el mismo trabajo en el que comenta las tesis de Beck. “Heidegger es la figura clave”, dice Habermas, “de una crítica de la razón que coloca a la plataforma del racionalismo occidenal como un intento de reencantamiento del mundo”. Lo que no perdona a Heidegger es que en vez de jugar en el tablero de la “dialéctica de la Ilustración” busque en “lo interrumpido, en lo marginado, en lo irredento, en lo excluido o en lo no-idéntico” claves crítica contra esa dialéctica ilustrada. A Habermas le va bien lo de la Segunda Modernidad pues tanto ésta como su “ilustración inconclusa” apuntan e la misma dirección: reconducir los fallos de la primera ilustración pero en el mismo sentido y con la misma inspiración. Pero ¿por qué es Heidegger tan molesto? Pues porque se niega a identificar toda la racionalidad con la filosofía ilustrada. A lo que Heidegger se aplica es a definir los límites (europeos) de la filosofía canónica, abriendo las posibilidades del pensamiento a otras culturas. Heidegger entiende que el precio de la universalidad del pensar es la reducción a sus estrictas fronteras (europeas) el pensar del logos.

La universalidad es la piedra angular de la globalización. En esa piedra tropezó la Primera Modernidad y ese problema pendiente es el que quiere resolver ahora la globalización. Pero el problema sigue y todo da a entender que ésta es una nueva forma de occidentalización. La universalidad no es sólo espacial sino también temporal. La globalización tiene la complicidad de una universalidad espacial, en el sentido de que todo lo que ocurre en el mundo puede sernos presente: lo podemos conocer en el instante y nos puede afectar personalmente. Pero falta la universalidad temporal y a ésa sólo tenemos acceso por la memoria. La Segunda Modernidad, al igual que la Primera, no tiene tiempo, por eso el pasado es irrelevante. Sin la presencia del pasado ausente -que siempre es el de los perdedores de la historia- la universalidad de la globalización será tan particular como la de la Primera.

Esa preocupación es la que no parece quitar el sueño a Ulrich Beck a la hora de comunicar a los “condenados de la tierra” que tienen que saber formular sus demandas para que puedan ser atentidas. Se entiende que en el lenguaje de los que hoy por hoy pueden dar una respuesta.

Curiosamente señala el autor que una de las consecuencias de la globalización cultural ha sido la proliferación de lenguas. Es el síntoma más claro de que las preguntas de verdad no se pueden traducir a la koiné del imperio. Tampoco las respuestas, aunque pueden ser traducidas a cada lengua. No se ve muy bien por qué Beck invoca a Babel, la confusión de las lenguas, cuando existe la traducción. Pero ésa es ya otra historia.

Indico en el texto los años relativos a la aparición de los libros en alemán. De alguno de ellos hay traducción: ¿Qué es la globalización? , (Paidos, Barcelona, 1998), Modernidad reflexiva, (Alianza Editorial, Madrid, 1997), La sociedad del riesgo (Paidos, Barcelona,1998).


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