Una Convención internacional sobre “la protección y la promoción de la diversidad de expresiones culturales” acaba de ser aprobada por la 33ª Conferencia general de la UNESCO, en un tiempo récord (dos años solamente de negociaciones), y casi por unanimidad (menos por la oposición de los Estados Unidos y de Israel). Sin embargo, atención tardía, inexistencia de argumentación y debilidad de la “cobertura” han caracterizado la presentación mediática de este acontecimiento, de una manera sintomática del desinterés general por las cuestiones de fondo, y, en particular, por todo aquello que puede ser percibido como “avance positivo”.
En efecto, todo pasa –o sobre todo: todo es presentado – como si la decisión conquistada por alta lucha los días 17 y 20 de octubre de 2005 no fuese más que un episodio mediocre, entre otros, de las aventuras de la burocracia onusiana –es decir, sin verdadera incidencia en las relaciones geopolíticas, en los encuentros de fuerzas económicas a escala internacional, y, con más razón: en la vida cotidiana de los ciudadanos de los mundos “desarrollado” o “en desarrollo”.
Basta, sin embargo, con subrayar la violencia extraordinaria desplegada (por las vías y medios más diversos) por los Estados Unidos de América, con el fin de impedir que exista esta Convención, o en su defecto, de vaciarla de toda sustancia, para asegurar que los asuntos y encuentros de fuerzas en juego no solamente no puedan ser considerados como despreciables, sino que incluso se impongan de manera indiscutible como si fueran de primera categoría.
No, la Convención que acaba de ser aprobada no es un texto XY más, un pedazo de papel complaciente, un compromiso diplomático que no conviene más que aquellos que no quieren ser molestados. No, la UNESCO no ha sacrificado la búsqueda de un denominador común, de un nuevo consenso tan amable como inconsistente, con el fin de justificar su existencia y su legitimidad. No, el texto aprobado –así como todo el proceso que lo ha hecho posible desde incluso antes de la Declaración universal sobre la diversidad cultural de noviembre de 2001–, y a pesar de sus debilidades contadas por la sociedad civil y sus expertos, no puede ser percibido como “inútil e incierto”.
La mayor parte lo ha olvidado, pero en 2001, la diversidad cultural no era todavía (casi) nada, y ciertamente no un concepto, ni en derecho, ni en filosofía –solamente una noción vaga y discutible. Ésta no aparecería más que como un eslogan, susceptible de ser recuperado y reciclado por el primer comerciante dispuesto a apoderarse de él, ya fuesen el Sr. Messier, sepulturero de Vivendi Universal, o el Sr. Valenti, ex VRP de la industria cinematográfica estadounidense, para la que “Hollywood es la diversidad cultural”. A los ojos de los paladines de la excepción cultural, ésta no podía ser más que el instrumento de una empresa cínica de dilución y de confusión. Puede ser una flor esta diversidad cultural, pero sintética, sin raíces y sin sombra, en medio del desierto.
Sin embargo, cuatro años más tarde, la situación es muy diferente y las críticas a priori deben dar paso a un juicio mucho más detallado, teniendo en cuenta los conocimientos adquiridos de un debate que fue llevado a cabo –desde entonces y sin descanso– de manera seria, sistemática, contradictoria en el sentido jurídico, multilateral en el sentido político, e incluso: ¡democrática! Puesto que “la diversidad cultural”, que era poca cosa a comienzos del milenio… ha sido construida por etapas, como un verdadero proyecto– y un proyecto auténticamente cosmopolitico, en el sentido kantiano.
Primero concebida como solamente descriptiva, la expresión fue durante mucho tiempo puesta al servicio de simples constantes que no designaban más que un “hay diversidad”, subrayando que la “diversidad cultural es un hecho”, o que sería comparable a la biodiversidad… Ésta estaba entonces informe, sin sustancia propia, y constituía una presa de elección para las apropiaciones retóricas y los discursos más contrarios. Sobre todo, ésta designaba un fenómeno desprovisto de todo motor verdadero. Y es esto lo que ha cambiado en el fondo desde 2001: la diversidad cultural que no era percibida más que como un estado, una situación, un hecho… ha sido finalmente comprendida, gracias a los esfuerzos conjugados de la filosofía, de las ciencias humanas, sociales y de la sociedad civil internacional, como un movimiento, un proceso, una dinámica que se construye, se recompone y no cesa de ir adelante.
Es precisamente esto lo que designa el movimiento (tan complejo como poderoso) que lleva de la Declaración universal de 2001 a la Convención internacional de 2005, incluso si el proceso está lejos de ser alcanzado y no tiene vocación de serlo, puesto que la Convención una vez ratificada (esperémoslo, en 2006) tendrá todavía que producir sus efectos en el campo de las relaciones culturales, económicas, políticas y sociales a medio y largo término, al lado de la Declaración universal.
He aquí por qué ha llegado el momento de reevaluar a la vez el debate que ha tenido lugar desde hace cuatro años en la UNESCO, como en la sociedad civil internacional y la comunidad científica, pero también los asuntos y objetivos futuros. Puesto que la Convención sobre la diversidad cultural del 20 de octubre de 2005 no es una página pasada, ni más ni menos que el Protocolo de Kyoto: aquélla no es más que un avance frágil y salvable. No derrite en el bronce el derecho de los Estados a llevar a cabo políticas culturales auténticamente independientes. No garantiza de manera irreversible el pleno ejercicio de sus derechos culturales –concebidos como Derechos del hombre de pleno derecho– por las minorías, los más pobres y los más desfavorecidos. Con el frágil dique que opone, ésta no puede parar sola el maremoto de la comercialización y de la privatización en todos los frentes, de las formas y expresiones culturales, lingüísticas y educativas.
En resumidas cuentas, para que la diversidad cultural se convierta finalmente en el proyecto cosmopolitico que es, aún es necesario movilizar a escala internacional una energía durable y una determinación sin flaquezas.