Cataluña ha hecho saltar por los aires el pacto esencial de nuestra democracia, la unidad territorial basada en la descentralización y el autogobierno, y ha generado enormes dudas sobre la calidad de nuestro modelo político.
Más de una vez he escuchado que la ola antisistema que en la última década ha afectado a muchos países del mundo, en distintas expresiones de populismo, nacionalismo, xenofobia y otros fenómenos radicales contra el orden establecido, no había alcanzado sustancialmente a España, o al menos lo había hecho en un grado insuficiente como para sacudir de forma significativa las estructuras de poder dominante.