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Date :  2002-11-21
langue :  Espagnol
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La cultura a prueba de la mundialización

Source :  Reyes Mate


1. Hay una manera tópica de hablar de mundialización bien representada por el petrolero “Prestige” que acaba de hundirse delante de las costas hispano-portuguesas, despues de haber provocado una catástrofe ecológica. Es un barco, en efecto, que pertenece a un armero liberiano, que navega con bandera de las Islas Bahamas, fletado por un ruso (Michael Friedman, gran amigo y sostén de Vladimiro Putin) con sede social en Suiza (antes en Gibraltar), que tiene un nombre francés (o inglés), con capitán griego y rumbo desconocido (para la opinión pública pero no para las compañías de seguros), que transporta fuel lituano, que deja sin empleo a cantidad de mariscadores gallegos, que provoca una catástrofe ecológica en las playas gallegas y...del que nadie es responsable. Esta imagen refleja una manera de hablar de la mundialización que no por ser tópica es falsa. En el destino del “Prestige” están los principales elementos del fenómeno que nos interesa: pluralidad de elementos en el mismo proyecto; mestizaje de culturas, lenguas e intereses; volatilidad de las sedes, primado de lo económico y descontrol político.

Entiendo, sin embargo, que no estamos aquì para repetir lo ya sabido, sino para preguntarnos, de acuerdo con las palabras introductorias del moderador, Jacques Poulain, si la mundialización no ofrece condiciones inéditas para la realización y mejora de la vida humana.


2. Pienso que hay dos estrategias posibles para aborar esta cuestión. La primera, que sería marcadamente optimista, estaría animada por el convencimiento de que por fin podemos pensar la universalidad universalmente. El viejo sueño ilustrado de un mundo organizado desde la razón, es decir, animado por valores políticos, morales y legales universales, sería, por fín, posible, gracias a las posibilidades, desconocidas hasta ahora, que nos brinda la comunicación ilimitada entre culturas, modos de vida, tradiciones, racionalidades regionales, etc. No en vano muchos definen la mundialización como una segunda ilustración -Die Zweite Moderne, dice Ulrich Beck-capaz de realizar el sueño que la primera no pudo.

La segunda estrategia es más pesimista, es decir, está dominada por un pesimismo metodológico. No renuncia a alcanzar algún tipo de universalidad, pero, a diferencia de la primera, va a buscar en lo negativo de la mundialización las condiciones de posibilidad de la superacion de las falsas universalidades. Será la reflexión sobre los efectos negativos de la mundialización (la miseria y la injusticia que crea) donde aparezcan las claves de las malas universalidades, esas que nos llevan a confundir lo occidental con lo universal, y, al mismo tiempo, las claves de cómo superarlas.

La chance que ofrece la mundialización es la de “organizar el pesimismo” de suerte que sepamos no sólo por qué lo occidental no es universal, sino también que, aunque no podamos llegar a saber en qué consiste la universalidad verdaderamente universal (la justicia absoluta, por ejemplo), sí estamos dispuestos a no casarnos con ninguna injusticia.Tomo la expresión “organizar el pesimismo” de Walter Benjamin y eso significa que voy a recurrir a sus categorías para explicar cómo entiendo esta estrategia pesimista.

Por “organizar el pesimismo” entiendo, en primer lugar, que hay dos lecturas de la misma realidad: la del ángel y la del progreso(1). En la novena tesis benjaminiana “Sobre el Concepto de Historia”, la mirada del ángel se enfrenta a la del progresista. Si para aquél la historia es una cadena de cadáveres y ruinas, para éste el progreso es una marcha triunfal cuyo avance enriquece a toda la humanidad. Dos lecturas, pues, de la realidad.

Naturalmente que el progresista sabe que el progreso tiene un costo humano y social ya que son muchos los que quedan tirados en la cuneta y son muchas las tradiciones, convicciones y experiencias a las que hay que renunciar para que la historia avance. Pero lo que distingue una lectura de la otra es el modo y manera con que se valora ese costo. Para el progresista es un precio provisional y excepcional, porque está convencido de que el progreso acabará absorviendo esos desperfectos, acabará reciclando sus propios desechos, de suerte que el costo será cada vez menor y, al final, redundará en beneficio de todos. Para los oprimidos, sin embargo, el estado de excepción es permanente (tesis octava). Ellos son los eternos paganos de un progreso que beneficia a otros. No es verdad que el progreso reduzca esos costos sino que éstos avanzan exponencialmente: nunca hubo tantos discursos sobra la paz como en el siglo XX y nunca tanta violencia; nunca tantos medios para combatir el hambre o la enfermedad y nunca tanta frustración en quienes lo padecen; nunca tan pocos ricos tuvieron tanto, nunca tantos pobres tuvieron menos; nunca tanto progreso y, sin embargo, tanto miedo al futuro.

Dos lecturas por tanto de la misma historia, que son opuestas, que están en conflicto. Podríamos expresar esa oposición recurriendo a las palabras de Aristóteles, en Política(2), cuando dice que la política es el enfrentamiento entre el partido de lo pobres y el de los ricos. Y lo que hce a la política tan importante para la vida humana y al mismo tan difícil de realizar es que sólo una de las dos partes o partidos está interesada en encontar reglas de juegos razonables: el partido de los pobres. Los ricos entiende, por su parte, que son sus intereses los que deben servir de norma porque la otra parte no tiene voz propiamente.

Veinticinco siglos después Walter Benjamin apuntaba al mismo fenómeno cuando decía que no hay un sólo documento de cultura que no lo sea también de barbarie(3). Dos lecturas de la misma y compleja realidad.

Lo que ha ocurrido en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial es que se ha radicalizado la incomunicación entre las dos lecturas. Nunca han gozado de buena relación pero hubo momentos en los que la miseria era tan evidente en una sociedad rica que era posible hacer dentro de la sociedad rica la experiecia de la miseria o de la injusticia. Pensemos en las grandes ciudades europeas o americanas en el siglo XIX. Ahora, sin embargo, esa experiencia es mucho más difícil. El desarrollo económico y social de los países occidentales ha permitido exportar la miseria o bien al Tercer Mundo o bien a los márgenes de nuestras sociedades. La miseria es invisible. Da la impresión de haber desaparecido pero sólo se nos ha hecho invisible.Cuando Benjamin hablaba de que en nuestro tiempo se había perdido la experiencia, es decir, la relación entre las acciones de cada individuo y la lógica de la historia presente(4), apuntaba también al alejamiento e incomunicación de las dos culturas. Para relacionar miseria y riqueza al hombre contemporáneo no le basta con salir a la calle, sino que tiene que recurrir a la mediación de un juicio, de una reflexión, falto ya de la experiencia que tuvieron nuestros abuelos.

Esta expulsión física de la miseria ha sido acompañada de una liquidación teórica. Las sociedades desarrolladas han desarrollado una teoría de la justicia, por ejemplo, que se corresponde con la invisibilidad de la miseria en nuestro mundo desarrollado. Estas teorías modernas de la justicia se han reducido a una distribución equitativa de la libertad. En el procedimentalismo que les caracteriza, en efecto, lo que importa es cómo establecer criterios universales de lo que sea justo o injusto. Para que esos criterios valgan a todo el mundo tienen que ser imparciales, es decir, tienen que surgir de unos individuos que deciden lo que sea injusto o injusto haciendo abstracción de sus intereses, de sus experiencias de injusticia, de su situación real. Es decir, para ser imparcial, hay que estar libres de ataduras, hay que poder decidir libremente. Por eso digo que la justicia es un asunto de libertad, mientras que históricamente tenía que ver con el pan. La libertad es muy importante, por supuesto, pero también el pan. “El hambre, decía Bloch, es la primera lamparilla en la que hay que echar aceite”. Y también decía que “el hambre y el amor han revolucionado al mundo, pero por ese orden”.


3. Lo que ha traído la mundialización es un acercamiento de las dos lecturas. Gracias al desarrollo tecnológico de las comunicaciones todos los acontecimientos no son presentes. Nos hemos convertido en espectadores privilegiados de los acontecimientos que se suceden en el mundo a los que podemos seguir en vivo y en directo. La consecuencia de este desarrollo es que la miseria se ha vuelto visible y podemos hacer la experiencia de la relación entre la felicidad de los unos y el malestar de los otros. Si vemos un reportage sobre una fábrica de Singapur en la que se fabrican con sueldos de hambre las prendas deportivas que nosotros usamos, podemos caer en la cuenta del valor de nuestros zapatos.

Richard Rorty cuestiona la diferencia cualitativa entre la justicia universal y la solidaridad con los cercanos, entre los justo y lo bueno, por la sencilla razón de que en uno y otro caso lo fundamental es la “confianza justificada” y la única diferencia es que en el caso de la susodicha justicia universal se aplcia a los que están lejos y en el caso de la solidaridad, a los próximos.

Hay que reconocer que la mundialización le da la razón en un punto: no debe haber diferencia cualitativa entre lo cercano y lo lejano porque la mundializaición rompe la distinción entre centro y periferia. Recuerdo un debate hace unos años aquí en Paris, en las instalaciones del Senado, en el que un interviniente senegalés nos dijo: “me alegro de que ustedes descubran ahora algo que nosotros conocemos bien en el Tercer Mundo”. Ellos ya tenían la experiencia de lo que es la disolución de la política a manos de los intereses económicos cuyos centros de decisión están fuera del país. Esa misma experiencia la tenían ahora esos países ricos en los que en el pasado residían los centros económicos de decisión. Lo nuevo es la ubicuidad -habría que decir volatilidad ?- de esos centros de decisión de suerte que cualquier lugar de un país rico puede sufrir las inclemencias de la mundialización, a diferencia de lo que ocurría en tiempos de capitalismo más o menos imperialista. No hay pues diferencia entre lo cercano y lo lejano porque han desparecido las distinciones rígidas entre metrópolis y colonias, entre centro y periferia. En eso tiene razón Rorty.

Ahora bien de este hecho pueden deducirse dos consecuencias diametralmente opuestas. Por un lado, que el mundo es un supermercado en el que cada cual puede comprar lo que el hombre produce, sin límites espaciales o culturales. El inconveniente de este planteamiento es que no cualquiera puede entrar en el supermecado. Como decía un viejo comunista: el problema del capitalismo no es que sea malo, sino que no hay para todos. Si todo el mundo consumiera los recursos naturales -agua, materias primas etc- de los países ricos, acabaríamos con el planeta.

La otra conclusión es que ahora el hombre puede descubrir una dimensión oculta de la realidad. La aproximación de lo lejano ilumina lo cercano con una luz inédita. Ahora puede el ciudadano normal relacionar su relativo bienestar social con el malestar de otros, lejos, en el Tercer Mundo o en los márgnes del Primer Mundo: le basta mirar el coste del maravilloso calzado de deporte que hacen en Singapur unos niños que cobran un dólar diario por una jornada exhaustiva de trabajo. El hombre normal puede ahora captar una dimensión oculta de la realidad aparente, que es, casi siempre, una historia passionis. Lo nuevo de la mundialización es que nos hace ver que la realidad es, por un lado lo aparente, lo presente, y, por otro, lo invisible, lo oculto. Si atendemos a esos dos momentos podemos comprender la realidad en su conjunto. Adorno lo expresa breve y rigurosamente cuando dice que “la exigencia de hacer hablar al sufrimiento es condición de toda verdad”(5). La gracia de la mundialización es relacionar el pesar con el pensar, el sufrimiento con la razón.

Esto quiere decir que el gran servicio de la mundialización no es, en primer lugar, del orden cultural o moral o político, sino epistemológico. Nos permite formular una teoría de la verdad que tenga en cuenta lo ausente, lo que no es ob-jeto, ni viene a la presencia, pero que en su invisible ausencia es parte de la realidad.


4. La posibilidad de introducir al sufrimiento como momento de la teoría de la verdad es una novedad filosófica, es decir, una posibilidad no pensada por la filosofía. Digo esto para no asimilar la novedad de la mundialización al viejo ideal utópico del igualitarismo. El igualitarismo que es la salsa de las utopías morales y políticas modernas es la falsa respuesta a un verdadero problema. La modernidad tiene el valor, en efecto, de plantearse un problema enorme: que la desigualdad de los hombres no es un hecho natural, ni una maldición del destino, sino el producto de la acción del hombre. Cuando Rousseau, en Sur les Origines de l’Inégalité se inventa el mito de que los hombres nacen naturalmente iguales y que es el uso de la razón y de la libertad lo que produce las desigualdades, está diciendo algo nuevo, de consecuencias inmensas, puesto que está colocando en la cuenta de la responsabilidad del hombre la obligación de dar una respuesta civilizada a un problema que él ha creado libremente. La respuesta que da el hombre moderno, sin embargo, no es de recibo. La respuesta es Le Contrat Social, es decir, la idea de una sociedad democrática, de una sociedad construída sobre el consenso o el acuerdo de todos sus miembros. ¿Por qué esta democracia es una mala respuesta? Porque el invento supone que todos los hombres son iguales, cuando el problema de partida es que no lo son: son desiguales. Esa abstracción de la realidad supone considerar a víctimas y verdugos, al que crea la injusticia y a quien la padece, al ladrón y a su víctima, como iguales. La igualdad puede y debe ser un punto de llegada, no un punto de partida.

Ahora bien, ¿por qué no pensar la justicia como respuesta a la injusticia y la política democrática como respuesta a la desigualdad real?. El deficit teórico del Contrat Social -y hay que tomar al Contrat Social como arquetipo de las teorías modernas del consenso o de las teorías procedimentales- radica en la incapacidad de considerar lo que es negativo, lo rechazado por el concepto, o lo marginado por la historia, como realmente significativo. Momentos negativos tales como el sufrimiento, la desigualdad, la injusticia o la miseria son sólo motivaciones para la actividad teórica, pero no forman parte de la misma. Esos momento negativos quedan, como ha hemos dicho, al margen físico y metafísico del hombre moderno.

Contra esa exclusión protesta la mundialización pues a ella, precisamente a ella, no se le oculta la relación entre la pobreza de unos y la riqueza de otros. Gracias a este ambiguo fenómeno podemos volver a las raíces de la política, entendida ahora como una actividad del ser humano, es decir, no del ciudadano de un Estado, sino del hombre planetario.


Notas

(1) La hermenéutica reconoce que hay tantas lecturas como lectores. Aquí se trata de otra cosa: no de la lectura subjetiva que cda cual pueda hacer de un texto ode un contecimiento sino de la que hace la historia, de la que cuaja en instituciones y normas políticas.
(2) Aristóteles, Política, libro VI (sobretodo cap. III)
(3) Benjamin: “Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea también de barbarie” (tesis séptima del escrito “Sobre el concepto de historia”)
(4) Imre Kertesz insiste con frecuencia en esa misma idea. Ver I. Kertesz Un intante de silencio ante el paredón
(5)“Das Bedürfnis, das Leiden beredt zu lassen , ist Bedingung aller Wahrheit”, dice Adorno Negative Dialektik ( en Gesammelte Schriften, Suhrkamp, 6, 29)


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