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Date :  2016-08-17
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Neuroliberalismo


La voz “neuroliberalismo” la empleó Hugo E. Biagini en su libro Identidad argentina y compromiso latinoamericano, publicado en 2009. En esa obra mencionó “los clamores colectivos” para que se le pusieran “cascabeles al gato feroz del neuroliberalismo”, haciendo referencia con ello a una “expresión que alude al carácter o a la mentalidad enfermiza de quienes entronizan la creencia del egoísmo sano como pasaporte al bienestar común”. En un sentido análogo, retoma la misma noción en el trabajo “Democracia e indianismo”, que apareció en la publicación periódica Demos Participativa. Finalmente publicamos en conjunto el libro El neuroliberalismo y la ética del más fuerte, que lleva sendas ediciones en dos países distintos (Buenos Aires: Octubre, 2014; Heredia, Costa Rica: Editorial Universidad Nacional, 2015, con una tercera proyectada en el Brasil). Al arriesgar esta nomenclatura alternativa buscamos ofrecer un término de combate que sirva para impulsar la impugnación de muchas de las ideas comúnmente aceptadas que sustentan la continuidad del neoliberalismo en su posición hegemónica.

Cierto es que mucho se ha escrito sobre la significación del elemento compositivo “neo” que se le adosa al liberalismo. La circunscripción histórica más difundida sitúa el origen de esta reversión “neo” en la crisis del modelo económico de gestión de la demanda agregada tras la Segunda Guerra Mundial en el siglo xx. Su natalicio suele datarse en la primera reunión de la Sociedad Mont Pelerin convocada por Friederich Hayek en 1947. Con todo, basta con echar una mirada a los trabajos de sus principales cultores, para advertir que la mentada datación incurre en la arbitrariedad usual de las periodizaciones. Solo a modo de ejemplo, Ludwig von Mises publica Crítica al intervencionismo en 1929. Incluso en el siglo xix obras como las de Samuel Smiles y William G. Sumner pregonan un evangelio de la fortuna similar al que iba a ser el neuroliberalismo de la Sociedad Mont Pelerin.

En efecto, la tesis que anima la propuesta del “neuroliberalismo” se orienta más a identificar rupturas, continuidades y cambios de posición dentro de una misma estructura ideológica, que al desvelamiento de supuestas originalidades. Así, mientras el “zángano que vive del éxito ajeno” encuentra antecedentes en la obra de un clásico como John Locke, la de “capital humano” pergeña a base de un individualismo con implicaciones disímiles a esa misma tradición. Como señalan Jean Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon en La nueva era de las desigualdades (Buenos Aires: Manantial, 2010), durante el siglo xx se alumbra un modo de concebir las diferencias que impide fundar derechos colectivos de ninguna índole. Al tiempo que la noción de “capital humano” extiende el cálculo económico a todas las esferas de la vida privada, el recorte individual de la responsabilidad por su inversión y rendimiento atomiza la vida social en una escala sin precedentes.

Además de estas lides historiográficas, ha sido objeto de polémica si por “neoliberal” ha de entenderse solo al conjunto de fórmulas de economía política orientadas a la reducción del gasto público o si se debiera inscribirlo en un proyecto más amplio. Expresado de otro modo, se ha debatido si el neoliberalismo se reduce al decálogo de premisas para la gestión pública del Estado canonizadas en el Consenso de Washington o, por el contrario, si implica una panoplia atiborrada con concepciones del hombre, la ética, la sociedad, el mercado, la política y la economía. Al recurrir al neologismo “neuroliberalismo” buscamos contribuir a dicho debate explicitando, precisamente, que el recetario compartido entre autores disímiles como L. von Mises y Milton Friedman (por nombrar dos miembros prominentes de las escuelas europea y norteamericana) radica en vaciar de contenido el concepto de justicia. En los conflictos entre individuos libres y responsables de sus decisiones, en lugar de recurrir a la noción de derecho o deber, los neuroliberales insisten en fijar la atención sobre el cálculo de eficiencia en la lucha por la supervivencia. La continuidad exitosa de dicho recetario, aun cuando políticos, economistas, literatos, líderes espirituales, periodistas y opinólogos abandonan su nombre “neoliberalismo” como un tegumento ideológico poco redituable en la coyuntura, se hace posible en tanto se funda en prácticas que trascienden la mera gestión de una cartera ministerial.

A esas prácticas las identificamos con el nombre de “ética del más fuerte”. Según sus ideólogos –entre los que señalamos a L. von Mises, F. Hayek, Ayn Rand, M. Friedman y Robert Nozick por la importancia de sus intervenciones políticas en Latinoamérica, cuyos ecos continúan en el siglo xxi– los individuos vienen al mundo inmersos en una lucha sin cuartel contra la naturaleza. La victoria o la derrota son el resultado “objetivo” que se sigue de los esfuerzos individuales. De tal modo que resulta imposible fundamentar un derecho a la vida sin incurrir, al mismo tiempo, en una ética irracional y subhumana. Por un lado, porque un derecho a la vida supondría la garantía a un resultado particular de los dos posibles. Es decir, implicaría hacer que los fracasados tengan el derecho de copropiedad sobre el botín de los exitosos. Por el otro, si la ética “objetivista”[1] considera humano el exclusivo intercambio de valor por valor, la demanda de un derecho a la vida señala a quienes se degradan a sí mismos en “subhumanos”.[2] Planteado de esta manera, el desacuerdo fundamental de la sociedad –por decirlo en términos de Jacques Rancière– consistiría en un enfrentamiento entre los exitosos y quienes pretenden vivir del éxito ajeno: los zánganos.

Esta panoplia del arsenal neuroliberal, para la perspectiva latinoamericana, ha sido reactualizada en el libro de P. A. Mendoza, C. A. Montaner y A. Vargas Llosa, Últimas noticias del nuevo idiota iberoamericano (Buenos Aires, Planeta, 2014). Por una parte, se ensalza allí la racionalidad de las clases medias y se le reconocen grandes méritos a gestiones tan desprestigiadas como las del menemismo en la Argentina, por la paridad que estableció con el dólar, el recorte a los gastos fiscales y al empleo público, la privatización de las empresas estatales, mientras se descalifica como autoritaria, desastrosa y corrupta la política kirchnerista, a la cual se acusa de haber aumentado la pobreza y la marginación. Por otro lado, se estima como promisoria la integración subregional llevada a cabo por los países minoritarios que han formado la Alianza del Pacífico, censurándose la creación de grandes bloques autónomos –sin presencia estadounidense– como los de UNASUR, CELAC –un invento del castrismo y el chavismo– hasta los de la propia OEA y Mercosur –monumento al dirigismo y al proteccionismo. Se condena los planes asistenciales y se efectúan diversas identificaciones: el Estado con la burocracia y los altos gravámenes, los neopopulistas con los neocomunistas –que plantean la distribución de la riqueza– o las empresas pequeñas con la ineficiencia y la informalidad. Si bien los autores festejan el eclipse del idiota latinoamericano ante el “desarrollo liberal” no dejan de lamentarse por la aparición de un neoidiota que, siguiendo la ignorancia y la incultura de las masas, apuesta por el socialismo del siglo XXI y por los gobiernos que alientan a los movimientos comunitarios. 

En el prólogo a Los condenados de la tierra, Sartre afirma que el liberalismo es una “neurosis” consentida en la que al “otro” se le escatima la humanidad al tiempo que se le demanda que se comporte caballerosamente como el auténtico agente de mercado. Por nuestra parte, al proponer el término de neuroliberalismo, lejos de plegarnos a los diagnósticos que ven en los latinoamericanos una genética idiota y, en consecuencia, explican el derrotero de nuestra historia en la ignorancia del populacho, buscamos indicar la neurosis liberal que restringe a los sujetos a buscar su propia existencia en categorías y nombres que reducen el vínculo social a la confrontación. Es decir, quisimos indicar que su triunfo sobre nosotros y en nosotros se denota cuando, por ejemplo, restringimos la crítica que le dirigimos a refutar empíricamente su diagnóstico de la sociedad. Al señalar que los individuos concretos no responden a su descripción del mundo-mercado aceptamos, muy a pesar de las buenas intenciones, la propia explicación “neuroliberal” del fracaso de las sociedades. Al darla por buena, también refrendamos que a pesar de que este hombre o mujer particular no son zánganos, de seguro que por allí hay muchos otros que sí responden a dicha descripción. Y, por tanto, asumimos que el problema consiste en identificar cómo dotarlos de herramientas para que se desempeñen más humanamente en la lucha por la supervivencia dentro del mercado neuroliberal.

En este marco, la propuesta del neologismo “neuroliberalismo” pretende aportar una herramienta discursiva que contribuya a someter a crítica no ya la descripción que este hace del mundo, sino a su intento por estructurar la sociedad en torno al egoísmo virtuoso. Dicho de otro modo, escaparle a la neurosis liberal implica advertir que la figura ideológica del “zángano que vive del éxito ajeno” representa el intento por adelantarse a la evidencia de la tragedia de una sociedad en donde la lucha por la vida, supuestamente, no implica choque ni conflicto entre individuos virtuosos por su egoísmo. Por el contrario, el “zángano” no es el causante de los conflictos sociales, sino la excusa para hacer tolerable vivir en una sociedad donde la violencia, la desigualdad brutal e inocultable o la ilusión de una democracia de consumidores, son el resultado ineluctable de una forma de organización en la que se legitima el abandono de cualquier intento por construir espacios comunes.

Ahora bien, este triunfo sobre nosotros y en nosotros no cabe explicarlo por la fuerza negativa de un poder represivo. Ello implica que no podemos seguir asumiendo, sin más, que la continuidad del neoliberalismo en su posición hegemónica se debe a que sujetos ingenuos no conocen la realidad de sus relaciones sociales y, por ello, reiteran con sus prácticas la sujeción a lo que los oprime. Pero tampoco podemos ignorar especularmente la potencia del aparato ideológico que despliega el neuroliberalismo para impedir la enunciación de un mundo alternativo. En las sociedades actuales, a pesar de conocer el carácter subordinado del goce a la productividad del sistema económico y, en consecuencia, advertir sus consecuencias en otros y en nosotros, "el peso de las cosas" resulta suficiente para legitimar que su arrastre sea irresistible. Aceptar el desafío de pensar nuestras sociedades neuroliberales conlleva asumir esa brecha entre “el peso de las cosas” y la libertad que ejercemos en tanto no reproducimos de forma mecánica los objetivos del poder.



[1]Las normas o patrones que guían la acción humana –afirma Ayn Rand– no son el resultado de un capricho subjetivo, sino que emanan de una realidad con existencia independiente de la conciencia del hombre. Ver Rand, Ayn, La virtud del egoísmo. Un nuevo y desafiante concepto del egoísmo (Buenos Aires: Grito Sagrado, 1961), p. 24. En sus textos esta autora brinda ribetes novelescos a las elaboraciones conceptuales del homo agens de L. von Mises. Ver Mises, Ludwig von, La mentalidad anticapitalista, (Madrid: Unión Editorial, 1956), pp. 43-45.
[2] Rand, Ayn, op. cit., pp. 35-36.


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