A propósito de Alejandría y de la nueva “masacre de los Cristianos de Oriente” que enlutó la “tregua de Navidad” de 2010, la cuestión no es solamente de saber: “¿quién hizo qué, y por qué?” (el punto de vista dominante), sino más bien: “¿qué esperan hacernos creer, y por qué?”, y también: “¿qué consecuencias se esperan que surjan de nuestra comprensión del evento?”.
Siguiendo esta vía, constatamos un primer hecho complejo. Contrario a la creencia popular, quienes conducen las “acciones terroristas” no están guiados por la obsesión de “hacer la mayor cantidad de víctimas posibles”… Si fuera el caso, el planeta sería un volcán de atrocidades sin común medida con el desastre presente. En efecto, es ilimitado el potencial de reclutamiento de manos inexpertas o calificadas, de armas disponibles y de objetivos designados. La verdad está en otro lugar: los terroristas son ahorradores y racionales; perpetran de hecho pocas acciones, pero estas acciones (las que lo logran) están literalmente saturadas de sentido. Lejos de una nueva forma de nihilismo, nos enfrentamos, con la “ola de terrorismo” contemporánea, a la concentración del sentido bajo formas explosivas.
El segundo hecho perturbador es que las acciones involucradas son terriblemente performativas. Éstas logran enredar a sus testigos y observadores en una postura que remite a la tetania o a la idiotez, según las circunstancias. De hecho, estas acciones aprietan las tenazas de la (falsa buena) cuestión “¿Quién hizo qué, y por qué?”, de suerte que nos encontramos petrificados frente a las dos caras de la interrogación, embrutecidos como el asno de Buridan muriendo de la incapacidad para decidirse entre avanzar hacia la ración de avena o hacia el cubo de agua que se encuentran a equidistancia de él. Frente a la cuestión “¿Quién? ”, nos invade el vértigo entre las “respuestas” convenidas que regresan repetidamente: “Al Qaeda”; el “movimiento islamista” o “anarquista”; los “servicios secretos”; la Mafia; la Policía; el Ejército; los “grupúsculos de extrema derecha y de extrema izquierda”; el “palacio presidencial”; en fin, un “complot” más… Sobre la cuestión “¿Por qué? ”, no nos va mejor, con “respuestas” que se caracterizan casi siempre por su inmediatez. Se supone que el ciudadano quiere claridad, inteligibilidad, ¡aquí y ahora! Con Alejandría, una voz más fuerte que las otras se impuso así en la trifulca, pretendiendo que se trataría de “ahuyentar a los Cristianos de Oriente”. ¿Pero está realmente ahí el meollo del asunto, el sentido de la matanza? ¿No se reduce un poco su alcance simbólico con una luz tan viva? O, dicho de otra manera: ¿se trata únicamente de brutos que dirigen mensajes a asnos?
El tercer hecho es que manteniendo “al terrorismo” en el estatus de una esfera autónoma, escapando a las reglas de la normalidad, a los criterios de “la civilización”, esfera que se trataría de desaparecer recurriendo a la Unión sagrada de todos aquellos quienes estarían “apegados a los valores de la democracia y del humanismo” universalista, condenamos el acceso a una auténtica comprensión de su fenómeno y de los lazos que mantiene con nuestro mundo. Es, sin duda, muy difícil de aceptar para las víctimas directas o indirectas del terrorismo, que sufren en cuerpo y alma, pero el único medio para sacar a la luz la verdadera naturaleza de los terrorismos contemporáneos, es probablemente considerarlos como lo hizo Clausewitz de la guerra: como la “continuación de la política por otros medios”. Esta idea es seguramente escandalosa para quienes consideran al terrorismo como una forma exacerbada de pathos desprovisto de todo lazo con la vida civil, política y social... Es sin embargo indispensable reventar la burbuja para comenzar a percibir el terrorismo tal y como es: como la prolongación inconfesable de notas diplomáticas, de apuestas financieras, de programas políticos, que, confrontados al fracaso de sus medios tradicionales, tomaron el partido de cambiar radicalmente de registro y de método.
Dicho aún de otra forma: si el terrorismo no es en efecto “normal” por el exceso (el ubris) que caracteriza sus hazañas, importa sin embargo hacer los sentimientos a un lado para interpretarlo justamente, y descifrar la racionalidad utilizada en sus manifestaciones, aun las más patológicas.
Desde este punto de vista, y a la manera de sus equivalentes, la matanza infligida a los fieles de la iglesia de los Dos Santos de Alejandría el 31 de diciembre de 2010, no puede ser reducida a una secuencia de expresiones que forman un leitmotiv obsesional desprovisto de toda forma de pensamiento, como: “Al Qaeda / Radicales islamistas / implicación de los servicios secretos / complicidad del poder en turno / expulsar a los Cristianos de Oriente / destruir las iglesias / hacer tabula rasa del diálogo pacífico de las religiones”, etc. Pues ese leitmotiv, fundado sobre la manipulación de las palabras y de los espíritus, no aparece más que como una profecía autorealizadora.
Más bien, debe entenderse la dramatización de la matanza según acepciones distintas. Por un lado, la matanza viene a llenar el vacío de un discurso (militante, político, social, religioso…) que se revela carente de proyecto. De hecho, todo vale más que la experiencia del vacío, de la ausencia, de la negación de lo que servía hasta ahí de referencia, de confort y de apoyo. Por otro lado, y es su golpe maestro, la matanza impone una duda sin fin en quienes son los testigos o las víctimas. Logra hacer dudar, hasta un punto extremo, tanto a los agobiados por “la incomprensión” como a los que se imaginan repentinamente “comprenderlo todo”, y se encuentran así golpeados por la doble ignorancia platónica.
La matanza de los cuerpos y de las mutilaciones físicas logra entonces su mutación en matanza de ideas, de convicciones y de proyectos: alcanza por consiguiente su objetivo de dominación y de control sin límites.