¿Cuál es la relación entre los 10” 07 realizados por Kim Collins en los 100 metros del Mundial de Atletismo de Saint-Denis y la larga audiencia de Tony Blair delante de un tribunal encargado de juzgar el «caso Kelly» que ha conmocionado a Gran Bretaña? A primera vista, ninguna, ya que las problemáticas parecen muy distantes. Sin embargo, estas dos situaciones, que se han producido en la misma semana, pueden considerarse tan decisivas como relacionadas. Son signos convergentes de que nos podríamos ver obligados a habituarnos a un mundo menos facticio. Puede ser que ya hayan acabado los buenos tiempos de las grandes mentiras socioculturales y políticas, celebradas con pompa por las naciones y raramente sancionadas (¿?). Y que finalmente estén bajo amenaza algunas de las infamias más escandalosas, a las que estamos acostumbrados desde hace mucho tiempo, y algunas de las vejaciones más perjudiciales para cualquier progreso real de la sociedad «democrática».
Por un lado, Kim Collins: el hombre del Sur mal dopado, o incluso no dopado. El hombre procedente de un Caribe que frecuentemente figura en los récords en pobreza. El hombre que llevó a cabo una «marca mediocre» en el Stade de France (Estadio de Francia), pero que consiguió llegar por delante de las montañas de músculo nórdicas. En resumen, un atleta que casi se habría convertido en… ¡Un hombre! Pero esto no es fruto del azar ni de una historia moral, sino que es el resultado de un proceso que ha visto combinadas: la mediatización globalizada de las marcas atléticas llevadas a cabo desde principios de los 70 y luego los interrogantes que suscitó su aumento indefinido; la mundialización de las consecuencias sanitarias de los abusos individuales y colectivos sobre los deportistas; la mundialización reciente, y todavía en curso, de las normas de control del dopaje y de las sanciones resultantes.
Por otro lado, Tony Blair: el hombre del Norte que ha recibido o adquirido todos los beneficios materiales de la vida de las ricas comarcas. El hombre dispuesto a todo con el fin de «acceder a las más altas funciones»; dispuesto a pisotear las convicciones de sus electores, los programas políticos presentados y las famosas «promesas que solamente comprometen a aquellos que creen en ellas». A su vez, este personaje se encuentra sacudido por los vientos de los que creía poder mantenerse al abrigo ad vitam. Pero esto tampoco es fruto del azar o de una mala suerte personal, sino que también se trata del resultado de un largo proceso de mundialización de las «exigencias democráticas de transparencia», del incremento de las peticiones ciudadanas de «rendición de cuentas», del rechazo a la persistencia de las prácticas oligárquicas en «las democracias» auto-etiquetadas como tales.
El hecho de que actualmente Tony Blair se vea obligado a testificar delante de un tribunal de justicia no se debe únicamente a que haya cometido errores. También se debe al hecho de que el mundo ha cambiado: los ciudadanos, quienes tienen acceso a una cantidad en continuo aumento de información tan relevante como contradictoria, ya no se sienten satisfechos con las declaraciones de los maestros de la verdad de nuestros días. Quieren investigar por ellos mismos, sondear, comparar, verificar, considerar, en definitiva: validar. Quieren estar seguros de que no les están tomando el pelo, como ocurre en tiempos de guerra: de Timisoara a Basora, y de Kabul a Monrovia, pasando por Kigali y Grozni. Quieren desmontar las mediaciones establecidas (expertos, políticos, periodistas, intelectuales), desembarazarse de ellas en beneficio de una inmediatez que se supone que les aportará precisión y fiabilidad. Quieren ser «libres» y «transparentes» (transparentes gracias a su libertad y libres por efecto de la «transparencia» que habrían conquistado). De este modo, la parte positiva de la mundialización de la información es que ningún crimen (geo)político, económico, social, cultural, deportivo puede ocultarse indefinidamente: un día llegará el momento de su juicio… Pero al mismo tiempo, ¡aparece la mala noticia de que la victoria de la «transparencia» constituye un avance más en el camino hacia la Tiranía! Puesto que, a menudo, la transparencia no es más que el nombre que se le da a la libertad sin restricciones e irresponsable que Platón estigmatiza bajo la forma de una democracia excesiva que olvida toda regla auto-administrada. He aquí la severa constatación a la que hemos vuelto dos milenios y medio después de Sócrates: si la opacidad permanece como el modo preferido de los robos, raptos y acaparamientos individuales, colectivos o incluso masivos, la transparencia que tanto se desea establecer (en resumen, ¿la Glásnost?) se revela (para los más ingenuos) o se confirma como (para el resto) el vector privilegiado de un nuevo género de régimen tiránico.
Así pues, frente a estas «evoluciones», ¿qué cabe esperar para que estas no se transformen en involuciones? Sin duda, no el rechazo a la transparencia incrementada por las «NTIC» (1) y la multimediatización de todas las formas de vida con la finalidad de adoptar un nuevo ideal de opacidad, el cual solamente fomenta y resulta provechoso para las oligarquías de todo tipo. Y, por supuesto, tampoco la búsqueda para acabar con todo tipo de secreto, de reclusión, incluso de inaccesibilidad a la esfera privada de los sentimientos, de los pensamientos y de los actos. Por el contrario, hay que trascender los conceptos barajados y anulados de opacidad y transparencia para asociarlos a otra dimensión: la de la responsabilidad y la exigencia, pero una exigencia multilateral, tan interna como externa. De este modo, la transparencia política y la transparencia deportiva (así como la económica, la social, la moral…) ya no aparecerán bajo el ángulo privilegiado de los ajustes de cuentas y de las ejecuciones, sino bajo el de su positividad y contribución al «progreso» de la humanidad… Así, la preservación de una cierta opacidad, ni arrogante ni sistemática, podrá concebirse como parte de la democracia contemporánea, en lugar de como socavación y amenaza para su propia existencia.
Teniendo en cuenta todo esto, las problemáticas de la Guerra de Iraq de los Sres. Bush y Blair, y de las últimas marcas de atletismo, así como la de las negociaciones realizadas en el marco de la OMC podrían revisarse sin pathos y sin temor. Puesto que sí, es importante afrontar todas las consecuencias de las mentiras que se han difundido por todos los medios con la finalidad de arrastrar a «la comunidad internacional» a la guerra en nombre de razones que no eran «las buenas». Sí, es importante reconocer que las marcas de atletas impresionantes no pueden «subir al cielo» indefinidamente, así como tampoco las acciones de los que juegan a la Bolsa. Sí, resulta decisivo actualizar lo que hasta hoy han sido las modalidades reales de funcionamiento de la OMC, su historia oculta, las presiones de los poderosos, la iniquidad reinante, pero también la sinceridad de aquellos que la consideran como el único bastión contra la hegemonía comercial, para finalmente trabajar de manera convergente en aquello en lo que podría convertirse en un mañana, desde el punto de vista del «interés general». De hecho, la transparencia puede considerarse como un bien solamente si está relacionada con la responsabilidad de quien la promueve y un control público no restringido. Del mismo modo, reivindicar «una cierta opacidad» en los asuntos públicos no es defendible a menos que nos demostramos capaces de justificar su razón de ser y de rendir cuentas cuando se justifique una acusación en su contra. Mundializar la transparencia no es suficiente para que de repente todo sea «claro como el agua». También hace falta que el juicio crítico sobre aquello presentado como «transparente» no solamente sea mantenido, sino que se refuerce (aun cuando todo esté dirigido a aplastar la evaluación crítica de lo que se hace y lo que se dice).
Nota:
(1) Las «nuevas tecnologías de la información y de la comunicación», a la cabeza de las cuales se encuentra Internet.