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Date :  2005-10-08
langue :  Espagnol
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Democracia representativa

Democracia representativa


Rousseau y Hegel confieren a la representación política su dignidad filosófica, considerándola como problema. Rousseau privilegia la libertad del soberano (derecho del pueblo); Hegel, el arraigo del individuo (derecho de la particularidad). Son, en sustancia, los dos polos del gran debate que iba a acompañar la entrada en escena - en Europa y en América - de la noción de soberanía del pueblo, noción fundadora de nuestras democracias modernas, que sostiene el principio de representación. Ésta es afirmada según la tesis canónica como un ejercicio de soberanía y no como su captación o su monopolización.
Ante la emergencia, en la actualidad, de nuevas prácticas democráticas que imponen la añadidura al principio fundador de legitimidad democrática, del principio de participación y, más concretamente, en el contexto de globalización acelerada, que amenaza a la misma soberanía política, tenemos derecho a preguntarnos: ¿en qué se convierte el pueblo con la representación?


La teoría de la inmanencia de la representación y la habilitación de la democracia

La teoría jurídica de la inmanencia fue aquella de los teóricos franceses de la Revolución francesa, para los que “el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación”, mientras que el “dogma político” fundador de la democracia es aquel de la soberanía del pueblo. La nación es planteada como colectividad jurídicamente unificada en persona moral titular de la soberanía, la cual reside en la nación entera y no en cada individuo, ni en un grupo de ciudadanos.
En esta teoría, el poder del pueblo se identifica con la soberanía de la nación. La habilitación de la democracia se reduce a la utilización de una técnica jurídica que permita atribuir a la entidad nacional una voluntad, que, imputada al pueblo, será imperativa. Como el grupo no sabría tener una voluntad, es necesario entonces que unas personalidades reales formulen este querer y que instantáneamente la colectividad lo reconozca como suyo. Esta mutación se ve cumplida en la representación. El problema, que se plantea a nivel del concepto mismo de representante -mediación entre soberanía de la nación y soberanía del pueblo- parte de un problema operativo: la unidad de este pueblo que se busca realizar. Los representantes no expresan una voluntad pre-existente en el cuerpo nacional; estos “la quieren” para la nación. La voluntad nacional no existe más que a partir del momento en el que un acto de los representantes la hace ser conocida. El poder del pueblo (homogéneo, entidad unitaria, compuesto por individuos idénticos en la medida en que estos comprenden su interés común y en que son habitados por el espíritu público) es enteramente incluido en el órgano representativo. No hay transferencia, sino declaración de voluntad. “El pueblo no puede tener más que una voz, aquella de la legislación nacional” (Sieyès). La dificultad es que, de hecho, el pueblo se ha parecido durante largo tiempo a su imagen: era bueno participar en el poder soberano, eligiendo sus representantes y se creía en la eficacia del boleto de voto. El mandato testimoniaba la confianza, no la sospecha.


El conflicto social y la representación

El análisis del voto no puede ser limitado a la función de designar unos representantes o unos gobernantes, ni tampoco a poner de relieve un segundo nivel de realidad: la desigualdad del poder fundado en lo económico. Más profundamente, el equívoco del sistema representativo debe ser subrayado. El sistema representativo no da al conflicto social más que una salida simbólica para conjurar el peligro. El desvío del conflicto en su transposición simbólica se opera aprovechando la distancia entre el poder y la sociedad civil. Pero después de haber sido localizado y “resumido” en lugar del poder, el conflicto se encarna en la totalidad de la sociedad. La parada del conflicto en su figuración sobre la escena política no es la parada del conflicto en la realidad social: el gesto simbólico se limita a él mismo. La designación de los representantes no es solamente “contradictoria” con respecto a la configuración del conflicto en la sociedad, éste le da una continuidad. La división social no es fijada definitivamente en lo representativo.


Las democracias representativas hoy

Éstas son las condiciones de puesta en práctica del mismo principio representativo, que es necesario interrogar hoy en día. Lo propio de las sociedades democráticas contemporáneas es dejar desplegar la heterogeneidad social y la desigualdad, y más recientemente, el pluralismo de las culturas al mismo tiempo que la extensión de la división de tareas. Dos tipos de fragmentación de la representación dan nacimiento a los temas actuales, en su mayoría participativos. Por una parte, hay una fragmentación de la representación en el interior mismo del Estado-nación: el desarrollo de las reivindicaciones de derechos de representación específicos, de autogobierno y de instituciones representativas propias, para ciertos grupos antiguamente excluidos del sufragio, desemboca en el replanteamiento del mismo principio representativo clásico. Por otra parte, hay igualmente fragmentación hacia el exterior en las tentativas de trasladar al nivel transnacional el principio representativo, en el marco de un liberalismo mundializado.
El sentimiento de decepción experimentado por los grupos minoritarios frente al poco cambio concreto que conlleva el acceso al sufragio y a la elegibilidad viene a alimentar el desarrollo de las reivindicaciones más radicales. Esta política de la presencia tropieza de frente con las ficciones de generalidad y de unidad propias de la concepción del pueblo que suponía el modelo revolucionario. Además, es la idea misma de la unidad del demos la que es contestada y denunciada en la medida en que implica la hegemonía de una cultura mayoritaria sobre unas culturas minoritarias. Las débiles capacidades representativas de las instituciones políticas formales explican la popularidad creciente de mecanismos que cortocircuitan la representación: referendos, procesos de consultación de la sociedad civil como unos ciudadanos “ordinarios”, escenas paralelas sobre las que el “pueblo” se representa a sí mismo, como los contra-forums; el Estado-nación y sus instituciones políticas parecen cada vez más marginados, tanto por el poder de un capital que no conoce más fronteras como por el desarrollo de instituciones transnacionales que tienen un poder real de decisión (OMC, Banco Mundial, FMI, etc.). La reflexión sobre los mecanismos representativos posibles a nivel transnacional entra en un impás porque la representación no sabría ser pensada por una simple transposición de nociones desarrolladas en el contexto del Estado-nación, puesto que el tema clásico de la representación (el pueblo soberano) no tiene aquí equivalente fácil.


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