Cada ser humano posee en sí un principio de autonomía y de conservación de la vida. Quitarle ese principio es interrumpir un proceso natural, intervenir en un orden necesario para la perpetuación de la especie. ¿Tenemos el derecho de inmiscuirnos en el curso natural de la vida? Los debates actuales sobre la clonación humana, así como sobre la eutanasia, se sitúan a este respecto. ¿No constituye la investigación científica el primer campo en el que se aplica el derecho de ingerencia? Por eso se habla de ética en este dominio: la experimentación hace recular los límites de la ignorancia, puede aportar un bienestar al hombre y prolongar la vida. Pero, con un objetivo que es un bien inestimable, se pueden también provocar males con consecuencias incalculables para la humanidad…
Es en ese momento, de cara a unas situaciones de extrema gravedad, en el que pensamos en el tercero protector, en algunos individuos remarcables, como investidos de una noble misión: proteger los derechos humanos, volver la tierra habitable. Entre ellos, citaremos a Sócrates, el primer ‘ingerente’ en los asuntos del hombre, o al prelado español Bartolomé de las Casas (1474-1566) que, contra los conquistadores españoles en México, defendió la humanidad de los indios. También en el siglo XX, aquellos que defendieron e ilustraron la no violencia, como Mahatma Gandhi (1869-1948), Martin Luther King (1929-1968), premio Nobel de la paz, o la Madre Teresa. Pero, a propósito de estos ‘guardianes del bien’, ¿hablamos de ‘derecho de ingerencia’ cuando recorren la extensión de su ciudad, de su país, del planeta?, ¿cuando acuden al auxilio de los desheredados? ¡Evidentemente, no! Parece que socorrer, reconfortar, actuar por la paz y la no violencia, intentar que la humanidad sea más humana fuese sólo su deber como hombre o como mujer.
Sin embargo, después de la segunda guerra mundial, otros ‘guardianes’ han tomado el relevo bajo forma de instituciones internacionales, desarrollando un papel económico, político, diplomático, militar o humanitario a escala mundial. El mundo es un todo organizado, un orden que comporta partes desiguales. ¿Pero no termina la libertad de acción de cada parte allí donde comienza la de los otros? ¿De qué manera las leyes del todo se aplican a las partes? ¿Y ese todo se limita al Occidente que gobierna el mundo? ¿El Occidente tiene derecho a matar para proteger los derechos humanos en ciertas regiones del mundo? Es así como podríamos formular, de manera extrema, el derecho de ingerencia. Por ejemplo, en 2000, unos ‘enclaves estratégicos’ han sido bombardeados, unas infraestructuras destruidas para debilitar el régimen de Belgrado y hacer caer a Slobodan Milosevic. Las poblaciones han sufrido las graves consecuencias de ‘esta agresión exterior’, y el dictador de Belgrado ha resistido hasta que una sublevación popular le ha expulsado del poder.
En un primer momento, la ‘voluntad de orden’ de Europa y de los Estados Unidos parecía haber fracasado. Pero hubo un segundo acto, y Milosevic ha sido extraditado. Un proceso judicial a escala internacional está en curso. Este ejemplo indica que, hoy en día, la voluntad de poner orden en el caos no revela necesariamente un deseo de conquista o de expansión, sino que puede corresponder también a un ‘derecho’ de vigilancia y de castigo de todos los culpables de crímenes contra la humanidad, de no respeto de los derechos fundamentales, imprescriptibles por definición, como el derecho a la vida, a la libertad de pensamiento y de expresión, a la educación.
Sin embargo, los ‘vigilantes del mundo’ no ven todos los crímenes cometidos y dejan hacer, en ocasiones –como en Ruanda, en 1994. Las grandes potencias protegen a dictadores porque hay intereses que defender, zonas de influencia que preservar. Así ocurre que la intervención exterior sostiene la razón de Estado contra el respeto de la dignidad humana. A pesar de la Declaración universal de los derechos del hombre, adoptada por la ONU en 1948, ‘ideal común a conseguir por todos los pueblos y todas las naciones’, como dice su preámbulo, las armas continúan siendo vendidas y compradas. En ciertos países –citemos el sureste de Nigeria, pero también el Congo y Angola- la explotación del petróleo por las firmas multinacionales contamina gravemente el medioambiente, empobrece a las poblaciones, les quita las tierras cultivables… ¿No es ésta otra figura del ‘derecho de ingerencia’? Un derecho paradoxal que intenta a veces salvar la vida y los derechos fundamentales de los individuos y de los ciudadanos, pero que, muy a menudo, destruye los cuadros de vida, desorganiza regiones enteras, impone sus propias leyes en nombre de intereses económicos o de ‘valores’ situados por encima de la humanidad.